Charcos de lluvia y fusiles de guerra (I - III)

I

Crepita la madera y estallan a ratos fuegos artificiales de juguete por culpa de la hojarasca aun húmeda del olivo. Las perras, inmóviles al borde de la alfombra, se dejan como yo hipnotizar por el baile de llamas que escupe la chimenea, y también ellas dejan gachas las orejas y bajan la guardia entregándose al duermevelas de la siesta. Afuera entretanto sigue lloviendo con rabia, como si el otoño reivindicase por fin su presencia y el sol se apagase para siempre.


 
II


Definitivamente, esta ciudad no está preparada para la lluvia. Nadie hace demasiado por ponerle remedio, y cada año se repiten las mismas historias de sumideros saturados, alcantarillas que deciden dejar de tragar y semáforos que se ponen de huelga intermitente en los momentos más inoportunos.

En las aceras todo se vuelve además un poco tragicómico. Con todos esos pantalones vaqueros calados a la altura de los tobillos. Y con todos esos paraguas pugnando por una misma trayectoria sobre las baldosas. A menudo reflexiono sobre esto último y concluyo que sería más decoroso que cada vez que se cruzaran dos señoras -las más reacias a ceder el paso, sin duda- los plegasen de pronto, y se batieran a duelo empuñándolos con soltura a modo de floretes improvisados. La gente organizaría a propósito apuestas en los portales, como si de un combate de gallos mexicanos de pelea se tratase.

Es algo absurdo, lo sé. Pero al menos eso le daría un poco de colorido a estos días cenicientos. Harían así más digerible la estúpida nostalgia a la que invitan todas esas gotitas que tiemblan de frío y de miedo al otro lado de la ventana.

III

Tengo un fusil Mausser de la guerra del Pacífico. Arrodillado sobre el sofá y vagamente camuflado bajo la manta, lo empuño y simulo como un niño pequeño que disparo al unísono del estallido de los truenos. Las perras entretanto me miran desconcertadas, compadeciendo mi locura transitoria. Como supongo que yo haría si estuviera en su lugar.

Heredé ese fusil de mi bisabuelo, poco tiempo antes de que un resfriado con aires de grandeza se lo llevase por delante. Morir de viejo debe ser eso en realidad: haberle sobrevivido a dos guerras mundiales, a una guerra civil, a la dictadura cabrona que esta trajo consigo, y que al final te quite de en medio un simple resfriado por haberte descuidado con la ingesta diaria de vitamina C. Algo ante lo que solo queda encogerse de hombros con aires de resignación y seguir a otra cosa.

El caso es que por aquel entonces yo era muy pequeño y no llegué nunca a saber cuál es la historia que hizo que recalase en mis manos esta especie de carabina, ahora inutilizada y carcomida por el óxido. Siempre he intuido que tras de sí debe de honrar alguna suerte de épica, de sufrimiento o grandeza que nunca debió haber caído en el olvido. Algo así como ese reloj por el que Butch Coolidge casi se hace sodomizar en Pulp Fiction en la trastienda de aquella armería. Y sin embargo, aun habiendo intentado averiguar a través de distintos miembros de mi familia el misterio que enmascara, no he llegado a saber nunca sobre que versa el episodio.

Se ve que por aquel entonces cada quien andaba demasiado ocupado viviendo sus vidas como para prestarle atención a los relatos belicosos del ya anciano Luis Elías. Supongo que este, cansado de que nadie le hiciera ni puto caso, optaría por honrarme a mí con la entrega del arma y con su arcano. Movido, imagino, por una cuestión de ternura senil y condescendencia - nunca mejor dicho, esto último- quien sabe si aquél día me lo contó todo con pelos y cicatrices de metralla. Yo lo único que recuerdo es que ese día llovía también con fuerza inusitada igual que hoy.

De todas formas algo sí que he aprendido del asunto: que da igual el empeño que uno ponga en hacerse recordar, por otorgarle alguna trascendencia a sus días e inmortalizarlos luego a través del recuerdo ajeno. Tarde o temprano y salvo honrosas excepciones se tratará de un acto fútil. Es cuestión de generaciones, el olvido. Al final digo yo que solo se trata de intentar afrontar con agradecimiento cada mañana y de pasar el testigo con humildad al final de la carrera.

Entonces una de mis fieras, Oliva –o `Aceituna´ como la llaman los cabrones de mis vecinos-, me salta de repente juguetona sobre el costado mordisqueando el fusil, gruñéndolo y haciendo aspavientos con la cola. Como queriendo llamar mi atención de nuevo y sacarme de mis ensoñaciones al ver que he dejado de hacerle caso y dispararle con cariño al paso de los relámpagos.