Charcos de lluvia y fusiles de guerra (IV)


Apenas toco el suelo cuando me entrego sin pensarlo a un riff o a una base rítmica. A cualquier melodía que me arranque del pavimento y me meza entre endorfinas. Con las notas deslizándose por el tobogán de mis oídos, espoleadas desde un MP3 de esos viejos con forma de supositorio, de aquellos de antes, de un giga y una pila, rojo y descorchado el mío, que no cambiaría por ningún iPod metalizado. Ni por las horas extras de desdicha gratuita que tendría que currar para poder pagarlo.

Hay algo de clandestino en escaparse un rato antes del trabajo, con el incógnito que brinda el chubasquero, para dejarse caer a correr junto a la playa mojada, entre lluvia y soledades compartidas. A última hora de la mañana de un jueves cualquiera, a esa hora, en que las corralas se inundan de olores de guisos exquisitos cocidos a fuego lento por las Doñas de familia.

Voy así, esquivando a mí paso alguna que otra columna de sillas encadenadas a las mesas de Cruzcampo y Sprite de los chiringuitos decadentes, del paseo marítimo, que aguardan pacientes su condena para ser liberadas cuando se diluya el invierno. Cuando esto se llene de nuevo de guiris a la parrilla, familias castizas y colchonetas con forma de cocodrilo. Cuando esto deje de ser esto que es ahora, y se esfume el encanto.

Hay cuatro gatos sacando al perro, alguna pareja paseando la orilla despacio, como queriendo contener el momento, y un peculiar zoológico de dinosaurios esculpidos en arena que se extinguen poco a poco, de nuevo, bajo el riego suave de la lluvia. El mismo riego que de seguir así hará que llegado el sábado no se precipiten las monedas, ni siquiera las cobrizas, sobre al cartón de `Agradecido´ escrito en varios idiomas. Que harán que el viejo hippie Holandés que le da forma al cretácico no haga su agosto tampoco este febrero.

Me cruzo con otro corredor a la altura del espigón, y asiento levemente la cabeza regalándole una leve sonrisa de complicidad. Una sonrisa de "¿Qué hay compañero? Me alegra saber que no soy el único". Él, me devuelve en cambio un gesto de desprecio, homófobo tal vez, y se pierde a mis espaldas. Y yo, vuelvo entonces a despreciar el mundo durante los siguientes 600 metros, acelerando el paso y con ello las pulsaciones. Hasta que, al rato, me reconforto sentenciando que por mucho que corra ese pobre gilipollas, nunca logrará alejarse de sí mismo.

Pisoteo rítmicamente la misantropía con mis ya vencidas zapatillas deportivas y, sin darme al menos por vencido, sonrió. Alejándome cada vez más, entre charco y charco, del asfalto y las penas de la gran ciudad.