Charcos de lluvia y fusiles de guerra (V)


Siempre es la misma pregunta.

Esa que me lleva en volandas a pudrirme en una fosa común de Srebrenika; a enseñar los dientes defendiendo un pedazo de pan, con los ojos inyectados en sangre en un mugriento barracón de Birkenau; a recibir en el costado el balazo de un niño de 11 años, recorriendo las calles de Mogadiscio a primeros de los noventa. Esa que me lleva a incriminar a toda la raza humana.

Luego está ese tipo, Alejo Garza, atrincherándose en su rancho de Tamaulipas a sus setenta y tantos años, a impartirle lecciones de dignidad a los narcos. O aquel compadre catracho que tuve la suerte de contar entre mis amigos, que tras aquel huracán endemoniado se lanzaba una y otra vez a las aguas picadas del Pacífico, a recuperar cadáveres y supervivientes. Me gustaría saber que al menos él, todavía sigue vivo. Indultándonos sin pretenderlo.


El caso es que con los años la memoria se va convirtiendo en un campo minado. Con algunos envites imposibles de sortear, y ya no digamos de digerir. Ahí están sino esas criaturas inocentes esnifando terokal por las calles de Quito para recordármelo, deambulando la ciudad como gatos callejeros. Abandonados a sus suertes y a la intemperie. Exhibiendo nuestra cobardía. O poniéndo a prueba nuestra indiferencia en el mejor de los casos.

Y al final tarde o temprano siempre aparezco yo, como un actor de reparto con pretensiones. Interpretando el guion a mi manera, permitiéndome incluso el lujo de pasármelo por el escroto, de saltarme las reglas con corazón y convicción. Dejando para otros esa otra transgresión barata y autocomplaciente de fin de semana.

Excepcionalmente como digo, me rindo ese tributo, me rasgo las vestiduras tras despojarme antes de cualquier visión romántica de las cosas. Lo consigo asimilar: una guerra es siempre una guerra, joder. Inmensa y civil esta que libramos, y hay que apechugar.

Pero otras, como hoy, me deshago como un azucarillo bajo la lluvia. Ahogándome en un mar de dudas que siempre son la misma. Esa del si vale o no la pena. Sucumbiendo a esa mediocridad que casi todo lo impregna e invita a dejarse llevar. A tomar atajos por los que casi todos van, pero que en realidad –tú ya lo sabes- no conducen a ninguna parte. Y me quedo en casa desarmado y desalmado, claudicando. Haciendo de esa misma lluvia que me deshace, un pretexto con el que relamerme las heridas y postergarme hasta mañana.