La barra vacía cuando ya he acabado todo de decir, las puertas abiertas para que pueda salir sin hacer nada de ruido. Las sonrisas que cautivan un corazón cercenadas por las palabras que me devuelven al frío de ayer. Como un niño chico apremiado por el juego, feliz con la pelota y devuelto a la fría terminal de un maldito aeropuerto. Esto es para mí. Si pero no, empieza a ser algo bastante repetido. Hoy te compro el mundo mañana te lo vendo, hoy no es como ayer, te habría dejado tirado. Y no me importa no acordarme de lo que pasa a las siete de la mañana, eso no tiene importancia, prefiero guardar la memoria a mis ratos de cordura. Pero solo dura un momento, después todo se ha ido. Me quedo dando vueltas al techo con otro pellizco dado, con otro pedacito de este mi corazón ya tan dividido que no sabe ni a quién pertenece, y que a mí no me obedece. Siempre hubo clases y yo soy de la repetidora. Ínfimos ratos de poder, de gloria, que no hacen más que equilibrar un poquito la balanza, así no está el barco todo el rato hundido. Yo gano y pierdo con las mismas palabras, yo amo y odio con los mismos silencios, yo desearía… y qué más da.
No me gusta cantar para los conocidos, porque después todo lo saben, aunque no entiendan las palabras, aunque crean que saben las letras.
¿Y por qué escuchar las palabras bonitas? Están llenas de veneno. Se vuelven y hacen más daño porque regalan el oído, te pillan bajo, sonriendo y se convierten en una herida más grande. Porque estoy cansado, sólo será un momento, tan pequeño como para hacerte la arruga y tan profundo como para desangrarte días enteros.
A otra cosa. No queda más que volver a la carretera y esperar al siguiente bar, que sólo pase el suficiente tiempo para olvidar la tristeza para poder ordeñarla otra vez.
Nadie es perfecto por cierto. No me vas a cambiar y los dos lo sabemos. Quizás tengas otra idea de mí, quédate con ella y regálatela los días de resaca que yo me basto quemando tu recuerdo.