Hace mucho tiempo, una vieja bandada de gansos estaba de paso en su lago camino para pasar el invierno. Pasaron cerca de un gallinero, y pararon unos días para descansar de su largo y agotador viaje.
Una vez repusieron fuerzas, prosiguieron su largo viaje, pero sin darse cuenta, se dejaron uno de los huevos que llevaban consigo. El huevo permaneció en principio solo y abandonado, condenado a no incubar nunca, pero las gallinas, lo cuidaron y adoptaron como a otro huevo más, y del huevo, al poco tiempo, apareció un hermoso ganso.
El ganso, creció como una gallina mas, y pasaron los días y fue creciendo, tal era la unión entre las gallinas y el ganso, que él se sentía uno más. Picoteaba el maíz, corría por caminos y jugaba alegremente con otras gallinas.
Llegó otra vez el verano y un día, vio como otros gansos pasaban volando por encima del gallinero, y pensó que a él también le gustaría volar. Pero claro, le sería imposible, pensó, ya que de todos es sabido que las gallinas no vuelan.
El ganso, hico un esfuerzo y con una gran sorpresa vio como remontaba el vuelo, y que con apenas esfuerzo podía volar, volar muy alto.
El ganso se sintió lleno de vitalidad, y felicidad, y en ese preciso momento, se dio cuenta de que no era lo que había pensado hasta ese momento y salió volando junto con otros gansos a los que se unió volando los espacios ilimitados.
Y es que muchas veces, nosotros, los seres humanos, al igual que el ganso, nos empecinamos en ser lo que no somos, estamos tan identificados con nuestros apegos, y afanes, que el ego y la personalidad se trasforma y nos ciega, y nos convertimos en ajenos para nosotros mismos. Ignoramos nuestra realidad más profunda. Vivimos rodeados de ofuscamiento, que lentamente se apodera de nuestras mentes creyendo que somos lo que realmente no somos. Y nos hace olvidar que podemos volar libres. Libres como un ganso.