Y ahí me encontraba yo, haciendo acopio de principios morales y plantándole cara a mi propio escepticismo. En estado de gracia. Jugando como un crío sobre la alfombra con todo un ejército de Sicarios Racionalistas a mis órdenes, que no dudarían un segundo en darle caza a esos cabrones. Mis mamelucos del s.XXI deseosos de hundir las hojas frías de sus bayonetas sobre el costado de aquellos Empiristas. Pero estos siempre esperaban agazapados donde fuera, o desplazándose con sigilo como maquis en guerra de guerrillas. Aguardando su momento para valiéndose de las emboscadas de siempre, nublar cualquier destello de mi razón vespertina. Haciéndome titubear nuevamente ante las circunstancias.
Ahí me encontraba yo, juez y parte a un tiempo, apurando mi gintonic desde el trono del sofá, a expensas de la madrugada. Contemplándome en medio de aquella guerra sucia. Sin saber cómo responder a las alarmas que tu mensaje había incendiado en mi teléfono. Con el bueno de Coltrane apoyando su tenor sobre mi hombro. Tratando de ignorar ese maldito acento tuyo salamantino, esos ojos de lobezna herida, esos no tan inocentes dieciocho años que me malcontabas la otra noche. Calibrando mis suertes.
Me levanté entonces dando la orden a mis hombres de no tomar prisioneros, evitando así someterme a mis instintos. Derramándome la copa sobre los vaqueros. Renegando de tu saliva.
Dejándote, en realidad, marchar cobardemente.