Siempre he tenido el presentimiento
de que en estos países nórdicos
la proporción de depresiones y suicidas
es mayor que en ninguna otra parte,
aunque los escandinavos transmitan
esa suerte de paz etérea capaz
de reconciliar a cualquiera con el mundo...
Venía pensando en esas cosas
antes de regresar al hostal
el martes pasado por la noche,
a unas dos o tres paradas de metro
de la estación de Odenplan.
En eso y en el Dios vikingo que dispuso adrede
toda esta belleza de piernas kilométricas,
cabelleras doradas y caras angelicales
-de diminutas pero proporcionadas naricillas-
en el molde de arcilla de las mujeres suecas.
En cómo no dejaba de ser
una medida compensatoria por
las veintitantas horas de oscuridad
infinita y cabrona que trae consigo
el crudo invierno de Estocolmo.
En que hay algo de bizarro en
como todas esas suecas admirables,
ahora que el verano abre sus puertas
disfrutan llevándose a la boca
medias-albóndigas de alce
empapadas en salsa de frambuesa,
bajo un sol nocturno de bajo consumo.
Venia pensando en todo ello,
despreocupado y distraido,
ignorando el hilo de voz metálica
que anunciaba cada próxima parada,
como si la cosa no fuera conmigo
y llevara media vida recorriendo
esos trayectos desde casa a la oficina
y de la oficina de vuelta a casa.