Todavía recuerdo

Y no me importa nada. Quedarme soñando con la vista puesta en el atardecer, en la playa, en las rocas, en los baños. Calmar mi sed de revancha. Hacer un paréntesis, tan grande, que la simple vista de lo inalcanzable, me hagan olvidar preocupaciones.

Tan cerca de la gente. Siempre aglutinados bajo el suelo de asfalto. Siempre con obligaciones y fracasos. Doy la espalda a todo eso. Hoy no me interesa.
Si me quieren acuchillar por la espalda, ¡aquí me tienen!

Hoy no voy a rendir cuentas con nadie. Tengo ante mí un pasillo de rocas, desafiando las olas. Me señalan un lugar, alejado de mi tierra. La misma que siempre acoge mi regreso, que me tiende una cerveza, que me lleva de bares. La misma que me devora y arrastra. La misma que me da estos rincones.

Todavía recuerdo...

¡CLARO QUE PUEDO!

De la métrica reírme

De los versos renegar

Olvidar la norma firme

de las sílabas contar

¡Mierda!… me ha vuelto a pasar

Lisboa

(A falta de musas y musarañas transcribo en esta pizarra algo que encontré el otro día arrugado en un cajón. Agosto o Septiembre del 2008 y esa sensación eterna del "parece que fue ayer...")


Aquí en la ciudad de las siete colinas
huele a traqueteos de tranvías,
a cristaleras rotas, a calles pedregosas...
mientras los niños juegan al fútbol
pateando pelotas e ilusiones
en las plazoletas del barrio de Alfama

Un Pessoa impasible esculpido en bronce
empieza a estar hasta los cojones
de que se le cuelguen del cuello
uno y otro turista de pose sonriente
frente al café de a brasileira,
y suspira en versos pensando que,
a estas alturas de la película,
no se esta tan mal estando muerto

El camarero de la terraza del mirador
me pregunta si quiero tomar otra cerveza.
Yo levanto la mano con desaprobación:
"nao senhor, tres esta bem"
y me quedo imbuido en mis pensares,
mirando de reojo a una perra mestiza
que se deja calzar la retaguardia
por un mastín de pelaje grisáceo,
para divertimento de los asistentes

Al otro lado del río
se puede ver un Cristo de piedra
que tiene un cierto parecido
a aquel otro que llaman de Corcovado.
Se lo regaló, por lo visto, Franco a Salazar
acabada la segunda guerra mundial.
Pero después llegaría el momento en que se
alzaran por estas calles los claveles rojos
al grito unísono de la revolución.

Esos claveles acabaron por marchitarse
y hoy nadie grita, tan solo susurran
"Hachís, my friend" por las esquinas,
con ese trasfondo en clave de jazz y fado
transpirando por las ventanas del barrio alto

Mientras todo,
atardece otro agosto sobre el Tajo
y me enciendo otro cigarro escribiendo
en esta cuartilla de papel reciclado,
que en realidad no estoy tan loco
por haberme escapado a esta ciudad
que no le pregunta a nadie quien es
y qué diablos viene a hacer aquí